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viernes, 3 de octubre de 2014

CUENTOS DE TOLSTOI: EL HUESO DE LA CIRUELA



El hueso de la ciruela.
Una madre compró ciruelas para darlas de postre a sus hijos. Las frutas estaban en un plato. Vania nunca las había comido y no hacía más que olerlas. Le gustaron mucho su color y su aroma y sintió deseos de probarlas. Todo el tiempo andaba rondando las ciruelas. Y cuando quedó solo en la habitación, no pudo contenerse, tomó una y la comió. Antes del almuerzo la madre contó las ciruelas y vio que faltaba una. Se lo dijo al padre. Durante el almuerzo, el padre preguntó:
-Díganme, hijitos, ¿no han comido ninguno de ustedes una ciruela?
-No -contestaron todos.
Vania se puso rojo como la grana y dijo también:
 -Yo tampoco lo he hecho.
 Entonces el padre dijo:
-Uno de ustedes ha sido, y eso no está bien. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que las ciruelas tienen huesos, y si alguien no sabe comerlas y se traga uno, se muere al día siguiente, eso es lo que temo.
  Vania se puso pálido y dijo:
 -El hueso lo arrojé por la ventana.
 Todos se echaron a reír, pero Vania estalló en sollozos

FILIPOK


FILIPOK
Había una vez un niño que se llamaba FIlipok . Un día de todos los muchachos se fueron a la escuela .Filipok tomó su gorro y quiso también ir con ellos, pero su madre le dijo:

_¿A dónde vas, Filipok?

_ A la escuela .

_ Todavía eres muy pequeño. No salgas. Y lo dejó en casa .

Los muchachos partieron a la escuela . El padre muy temprano se fue al bosque y la madre a su jornal. En casa quedaron la abuela, acostada en lo alto del horno, y Filipok.

La abuela se quedó dormida y Filipok estaba muy aburrido solo. Buscó su gorro pero no lo encontró.

Entonces tomó un viejo gorro de piel de su padre y se marchó a la escuela.

La escuela estaba al otro lado de la aldea junto a la iglesia. Mientras Filipok caminaba por su calle, los perros no le hicieron nada, porque lo conocían. Pero cuando se alejó de ella, la perrita Zhuchka se puso a ladrarle y tras ella apareció un enorme perro que se llamaba lobo .Filipok corrió desesperado y los perros lo siguieron. Entonces el chico comenzó a gritar y, de pronto, dio un traspiés y cayó al suelo. En ese momento apareció un campesino, espantó a los perros y le preguntó a Filipok´.

¿A dónde corres solito, pilluelo?

Filipok guardó silencio ,se levantó y siguió corriendo con todas sus fuerzas. Cuando llegó a la escuela no vio a nadie en la puerta. Pero oyó el bullicio de los muchachos. Filipok tuvo miedo:
“ Ysi el maestro me va a poner de patitas en la calle?”

Se detuvo un instante a pensar. Si se volvía a casa los perros le saldrían al camino nuevamente,
pero si entraba…El profesor le daba mucho miedo.

-¿Qué haces afuera si todos los demás están en clase?

Filipok entró en la escuela decidido y, una vez en el zaguán, se quitó el gorro de piel y entreabrió una puerta. La sala estaba llena de muchachos y de todos hablaban a la vez. El maestro, con una bufanda roja al cuello, se paseaba en medio del bullicio. De pronto vio a Filipok y le dijo:

¿Qué haces por aquí?

El niño callaba, con su gorro entre las manos.-

-¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

-¿Acaso eres mudo?

Filipok estaba tan asustado que no era capaz de decir una palabra.

-Bueno, si no quieres hablar es mejor que te vayas a casa.

Filipok quería explicarlo todo, pero del miedo se le secó la garganta. Miró al maestro y prorrumpió en llanto.

El maestro se enterneció y acariciándole la cabeza se dirigió a los muchachos

-¿Quién es este chico?

-Es Filipok, el hermano de Kostia. Hace mucho quiere venir a la escuela, pero su madre no lo deja y hoy ha venido a escondidas.

-Está bien, siéntate junto a tu hermano. Hablaré con tu madre para que te deje venir a clases.

Luego el maestro comenzó a enseñarle las letras.

Filipok ya las conocía y sabía leer, aunque lentamente.

-A ver ,léeme tu nombre.

-Fi- li-pok.

Todos los muchachos se rieron.

-Muy bien-dijo el maestro-¿Pero quién te ha enseñado a leer?

-Mi hermano. Soy despabilado, no me ha costado nada. ¡Soy muy listo!

-Ya tendrás tiempo para dártelas de sabio. Es mejor que ahora empieces a estudiar.

Desde entonces Filipok va a la escuela igual que todos los muchachos.

El juez sabio

El juez sabio


El emir de Argelia, Bauakas, quiso averiguar si era cierto o no, como le habían dicho, que en una de sus ciudades vivía un juez justo que podía discernir la verdad en el acto, y que ningún pillo había podido engañarle nunca. Bauakas cambió su ropa por la de un mercader y fue a caballo a la ciudad donde vivía el juez.

A la entrada de la ciudad, un lisiado se acercó al emir y le pidió limosna. Bauakas le dio dinero e iba a seguir su camino, pero el tullido se aferró a su ropaje.

– ¿Qué deseas? -preguntó el emir- ¿No te he dado dinero?

– Me diste una limosna -dijo el lisiado- ahora hazme un favor. Déjame montar contigo hasta la plaza principal, ya que de otro modo los caballos y camellos pueden pisotearme.

Bauakas sentó al lisiado detrás de él sobre el caballo y lo llevó hasta la plaza. Allí detuvo su caballo, pero el lisiado no quiso bajarse.
– Hemos llegado a la plaza, ¿por qué no te bajas? –preguntó Bauakas.
– ¿Por qué tengo que hacerlo? -contestó el mendigo-. Este caballo es mío. Si no quieres devolvérmelo, tendremos que ir a juicio.
Al oír su disputa, la gente se arremolinó alrededor de ellos gritando:
– ¡Id al juez! ¡Él juzgará!

Bauakas y el lisiado fueron al juez. Había más gente ante el tribunal y el juez llamaba a cada uno por turno. Antes de llegar a Bauakas y al lisiado, escuchó a un estudiante y a un campesino. Habían ido al tribunal a causa de una mujer: el campesino decía que era su esposa y el estudiante decía que era la suya. El juez escuchó a los dos, permaneció en silencio durante un momento, y luego dijo:

– Dejad a la mujer aquí conmigo y volved mañana.

Cuando se hubieron ido, un carnicero y un mercader de aceite se presentaron ante el juez. El carnicero estaba manchado de sangre y el mercader de aceite. El carnicero llevaba unas monedas en la mano y el mercader de aceite se agarraba a la mano del carnicero.

– Estaba comprando aceite a este hombre - dijo el carnicero - y, cuando cogí mi bolsa para pagarle, me cogió la mano e intentó quitarme todo el dinero. Por eso hemos venido ante ti; yo sujetando mi bolsa y él sujetando mi mano. Pero el dinero es mío y él es un ladrón.

A continuación habló el mercader de aceite:

– Eso no es verdad -dijo-. El carnicero vino a comprarme aceite y después de llenarle un jarro, me pidió que le cambiara una pieza de oro. Cuando saqué mi dinero y lo puse en el mostrador, él lo cogió e intentó huir. Lo agarré de la mano, como ves, y lo he traído ante ti.

El juez permaneció en silencio durante un momento, luego dijo:

– Dejad el dinero aquí conmigo y volved mañana.

Cuando llegó su turno, Bauakas contó lo que había sucedido. El juez lo escuchó y después pidió al mendigo que hablara.

– Todo lo que ha dicho es falso -dijo el mendigo-. Él estaba sentado en el suelo y yo iba a caballo por la ciudad, cuando me pidió que lo llevase. Lo monté en mi caballo y lo llevé a donde quería ir. Pero, cuando llegamos allí, no quiso bajarse y dijo que el caballo era suyo, lo cual no es cierto.

El juez pensó un momento, luego habló:

– Dejad el caballo conmigo y volved mañana.

Al día siguiente, fue mucha gente al tribunal a escuchar las sentencias del juez.

Primero vinieron el estudiante y el campesino.

– Toma tu esposa -dijo el juez al estudiante- y el campesino recibirá cincuenta latigazos.

El estudiante tomó a su mujer y el campesino recibió su castigo.

Después, el juez llamó al carnicero.

– El dinero es tuyo -le dijo. Y señalando al mercader de aceite, ordenó:

– Dadle cincuenta latigazos.

A continuación llamó a Bauakas y al lisiado.

– ¿Reconocerías tu caballo entre otros veinte? -preguntó a Bauakas.

– Sí -respondió.

– ¿Y tú? -preguntó al mendigo.

– También -dijo el lisiado.

– Ven conmigo -dijo el juez a Bauakas.

Fueron al establo . Bauakas señaló inmediatamente a su caballo entre los otros veinte. Luego el juez llamó al lisiado al establo y le dijo que señalara el caballo. El mendigo también reconoció el caballo y lo señaló. El juez volvió a su asiento.

– Coge el caballo, es tuyo -dijo a Bauakas- Dad al mendigo cincuenta latigazos.

Cuando el juez salió del tribunal y se fue a su casa, Bauakas le siguió.

– ¿Qué quieres? -le preguntó el juez-. ¿No estás satisfecho con mi sentencia?

– Estoy satisfecho -dijo Bauakas-. Pero me gustaría saber cómo supiste que la mujer era del estudiante, el dinero del carnicero y que el caballo era mío y no del mendigo.

– De este modo averigüé lo de la mujer: por la mañana la mandé llamar y le dije: «¡Por favor, llena mi tintero !» Ella cogió el tintero, lo lavó rápida y hábilmente y lo llenó de tinta; por lo tanto, era una tarea a la que ella estaba acostumbrada.

Si hubiera sido la mujer del campesino, no hubiera sabido cómo hacerlo. Esto me demostró que el estudiante estaba diciendo la verdad. Y de esta manera supe lo del dinero: lo puse en una taza llena de agua, y por la mañana miré si había subido a la superficie algo de aceite. Si el dinero hubiera pertenecido al mercader de aceite, se hubiera ensuciado con sus manos grasientas. No había aceite en el agua, por lo tanto, el carnicero decía la verdad. Fue más difícil descubrir lo del caballo. El tullido lo reconoció entre otros veinte, igual que tú. Sin embargo, yo no os llevé al establo para ver cuál de los dos conocía al caballo, sino para ver cuál de los dos era reconocido por el caballo. Cuando te acercaste, volvió su cabeza y estiró el cuello hacia ti; pero cuando el lisiado lo tocó, echó hacia atrás sus orejas y levantó una pata. Por lo tanto supe que tú eras el auténtico dueño del caballo.

Entonces, Bauakas dijo al juez:

– No soy un mercader sino el emir Bauakas. Vine aquí para ver si lo que se decía sobre ti era verdad. Ahora veo que eres un juez sabio. Pídeme lo que quieras y te lo daré como recompensa.

– No necesito recompensa, -respondió el juez-. Estoy contento de que mi emir me haya elogiado.